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    El Lusitania Express me dejó en la estación de Santa Apolonia una mañana de mediados de mayo. Llevaba dos enormes maletas con mi mejor vestuario, un puñado de instrucciones precisas y un cargamento invisible de aplomo; confiaba en que aquello fuera suficiente para ayudarme a salir airosa del trance.
    Dudé mucho antes de convencerme a mí misma de que debía seguir con aquel cometido. Reflexioné, sopesé opciones y valoré alternativas. Sabía que la decisión estaba en mi mano: sólo yo tenía la capacidad de elegir entre seguir adelante con aquella vida turbia o dejarlo todo de lado y volver a la normalidad.
    Lo segundo, probablemente, habría sido lo más sensato. Estaba hastiada de engañar a todo el mundo, de no poder ser clara con nadie; de acatar órdenes incómodas y vivir en constante alerta. Iba a cumplir treinta años, me había convertido en una embustera sin escrúpulos y mi historia personal no era más que un cúmulo de tapujos, agujeros y mentiras. Y a pesar de la supuesta sofisticación que rodeaba mi existencia, al final del día -como bien se había encargado de recordarme Ignacio unos meses atrás- lo único que quedaba de mí era un fantasma solitario que habitaba una casa llena de sombras. Al salir de la reunión con Hillgarth sentí una bocanada de hostilidad hacia él y los suyos. Me habían involucrado en una aventura siniestra y ajena que supuestamente debería resultar favorable para mi país, pero nada parecía enderezarse con el paso de los meses y el temor a que España entrara en la guerra seguía flotando en el aire por todas las esquinas. Aun así, acaté sus condiciones sin desviarme de las normas: me forzaron a volverme egoísta e insensible, a acoplarme a un Madrid irreal y a ser desleal a mi gente y mi pasado. Me habían hecho pasar miedo y desconcierto, noches en vela, horas de angustia infinitas. Y ahora exigían que me distanciara también de mi padre, la única presencia que aportaba un punto de luz en el oscuro transcurrir de los días.
    Aún estaba a tiempo de decir que no, de plantarme y gritar hasta aquí hemos llegado. Al infierno el Servicio Secreto británico y sus estúpidas exigencias. Al infierno las escuchas en los probadores, la ridícula vida de las mujeres de los nazis y los mensajes cifrados entre patrones. No me importaba quién ganara a quién en aquella contienda lejana; allá ellos si los alemanes invadían Gran Bretaña y se comían a los niños crudos o si los ingleses bombardeaban Berlín y lo dejaban tan liso como una tabla de planchar. Aquél no era mi mundo: al infierno para siempre todos ellos.
    Dejarlo todo y volver a la normalidad: sí, aquélla sin duda era la mejor opción. El problema era que ya no sabía dónde encontrarla. ¿Estaba la normalidad en la calle de la Redondilla de mi juventud, entre las muchachas con las que crecí y que aún peleaban por salir a flote tras perder la guerra? ¿Se la llevó Ignacio Montes el día en que se fue de mi plaza con una máquina de escribir a rastras y el corazón partido en dos, o quizá me la robó Ramiro Arribas cuando me dejó sola, embarazada y en la ruina entre las paredes del Continental? ¿Se encontraría la normalidad en el Tetuán de los primeros meses, entre los huéspedes tristes de la pensión de Candelaria, o se disipó en los sórdidos trapicheos con los que ambas logramos salir adelante? ¿Me la dejé en la casa de Sidi Mandri, colgada de los hilos del taller que con tanto esfuerzo levanté? ¿Se la apropió tal vez Félix Aranda alguna noche de lluvia o se la llevó Rosalinda Fox cuando se marchó del almacén del Dean's Bar para perderse como una sombra sigilosa por las calles de Tánger? ¿Estaría la normalidad junto a mi madre, en el trabajo callado de las tardes africanas? ¿Acabó con ella un ministro depuesto y arrestado, o la arrastró quizá consigo un periodista a quien no me atreví a querer por pura cobardía? ¿Dónde estaba, cuándo la perdí, qué fue de ella? La busqué por todas partes: en los bolsillos, por los armarios y en los cajones; entre los pliegues y las costuras. Aquella noche me dormí sin hallarla.
    Al día siguiente desperté con una lucidez distinta y apenas entreabrí los ojos, la percibí: cercana, conmigo, pegada a la piel. La normalidad no estaba en los días que quedaron atrás: tan sólo se encontraba en aquello que la suerte nos ponía delante cada mañana. En Marruecos, en España o Portugal, al mando de un taller de costura o al servicio de la inteligencia británica: en el lugar hacia el que yo quisiera dirigir el rumbo o clavar los puntales de mi vida, allí estaría ella, mi normalidad. Entre las sombras, bajo las palmeras de una plaza con olor a hierbabuena, en el fulgor de los salones iluminados por lámparas de araña o en las aguas revueltas de la guerra. La normalidad no era más que lo que mi propia voluntad, mi compromiso y mi palabra aceptaran que fuera y, por eso, siempre estaría conmigo. Buscarla en otro sitio o quererla recuperar del ayer no tenía el menor sentido.
    Fui a Embassy aquel mediodía con las ideas claras y la mente despejada. Comprobé que Hillgarth se encontraba apurando su aperitivo acodado en la barra mientras charlaba con dos militares de uniforme. Dejé entonces caer el bolso al suelo con frívola desfachatez. Cuatro horas más tarde recibí las primeras órdenes sobre la nueva misión: me citaban para un tratamiento facial a la mañana siguiente en el salón de peluquería y belleza de todas las semanas. Cinco días más tarde, llegué a Lisboa.
    Descendí al andén con un vestido de gasa estampado, guantes blancos de primavera y una enorme pamela: una espuma de glamour entre la carbonilla de las locomotoras y la prisa gris de los viajeros. Me esperaba un automóvil anónimo listo para llevarme a mi destino: Estoril.
    Callejeamos por una Lisboa llena de viento y luz, sin racionamiento ni cortes de electricidad, con flores, azulejos y puestos callejeros de verdura y fruta fresca. Sin solares repletos de escombros ni mendigos harapientos; sin marcas de obuses, sin brazos en alto ni yugos y flechas pintados a brochazos sobre los muros. Recorrimos zonas nobles y elegantes con anchas aceras de piedra y edificios señoriales vigilados por estatuas de reyes y navegantes; transitamos también por zonas populares con tortuosas callejas llenas de bullicio, geranios y olor a sardinas. Me sorprendió la majestuosidad del Tajo, el ulular de las sirenas del puerto y el chirriar de los tranvías. Me fascinó Lisboa, una ciudad ni en paz ni en guerra: nerviosa, agitada, palpitante.
    Atrás fueron quedando Alcántara, Belem y sus monumentos. Las aguas batían con fuerza a medida que avanzamos por la Estrada Marginal. A la derecha nos flanqueaban antiguas villas protegidas por verjas de hierro forjado entre las que reptaban enredaderas cargadas de flores. Todo parecía diferente y llamativo, pero tal vez lo era en un sentido distinto al que las apariencias mostraban. Había sido advertida para ello: la pintoresca Lisboa que acababa de contemplar desde la ventanilla de un auto y el Estoril al que llegaría en unos minutos estaban llenos de espías. El más mínimo rumor tenía un precio y cualquiera con dos orejas era un confidente en potencia; desde los más altos cargos de cualquier embajada, hasta los camareros, los tenderos, las doncellas y los taxistas. «Extreme la prudencia» fue otra vez la consigna.
    Tenía una habitación reservada en el hotel Do Parque, un alojamiento magnífico para una clientela mayoritariamente internacional en el que solían alojarse más alemanes que ingleses. Cerca, muy cerca, en el hotel Palacio, ocurría lo contrario. Y después, en las noches de casino, se juntaban todos bajo el mismo techo: en aquel país teóricamente neutral, el juego y el azar no entendían de guerras. Apenas frenó el coche, un mozo uniformado apareció para abrirme la portezuela mientras otro se encargaba del equipaje. Accedí al hall como pisando una alfombra de seguridad y despreocupación a la vez que me desprendía de las gafas oscuras con las que me había protegido desde que abandoné el tren. Barrí entonces la grandiosa recepción con una mirada de estudiado desdén. No me impresionó el brillo del mármol, ni las alfombras y el terciopelo de las tapicerías, ni las columnas elevándose hasta los techos tan inmensos como los de una catedral. Tampoco detuve la atención en los huéspedes elegantes que aislados o en grupos leían la prensa, charlaban, tomaban un cóctel o veían la vida pasar. Mi capacidad de reacción ante todo aquel glamour estaba ya más que amaestrada: no les presté la menor atención y tan sólo me dirigí con paso decidido a registrar mi llegada.
    Comí sola en el restaurante del hotel, después pasé un par de horas en la habitación tumbada mirando el techo. A las seis menos cuarto el teléfono me sacó de mi ensimismamiento. Lo dejé sonar tres veces, tragué saliva, levanté el auricular y respondí. Y entonces todo echó a rodar.
    
El tiempo entre costuras
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